Hay instantes que se nombran a sí mismos “las cosas que no sucedieron”. Tengo una caja que se divide por nombres: recuerdos de las personas que no me atrevo a tirar, pero que siguen ahí, como esperando a que un día el fuego llegue y las borre totalmente, o a que una especie de trampa las amordace en la profundidad. Esa profundidad que, como dice Robin Myers en el último libro editado por Ediciones Antílope, will be here forever.
En la caja hay un espacio donde guardo boletos de conciertos (Blur, John Zorn), de autobuses (12 boletos México-Pachuca), un peluche de Santa Claus, una nota con una dirección de Nueva Orleans, servilletas con dibujos, y libros, entre ellos uno de Svevo y El libro de las cosas que no sucedieron.
La palabra amalgama nombra muchas cosas, un conjunto de planos y lugares, de ríos y ferris que atraviesan la niebla, de absenta y vodka con jugo de arándano, de árboles que tiran hojas como si nada les importara, como si las hojas fueran sólo instantes del tiempo que no sucedió. Pero, “¿de qué se trata en realidad, esta necesidad de compararlo todo,/ de hacer que cada cosa parezca otra cosa, de abrirse paso a fuerza de metáforas/ hacia un tipo de calma que no sea parecida a un andamio construido alrededor del aire, sino concretamente eso?”, nos dice Myers.
Mi caja está ahí, escondida en una parte del cuarto de mi roomie, llena de nombres que prefiero olvidar. Pero entre las palabras y las fotografías que se amalgaman en la caja existe una conversación intermitente, interrumpida por las ocupaciones cotidianas, pero a la que estamos volviendo siempre.
Amalgama es la fotografía de un instante que se nombra a sí mismo. A Robin Myers le interesa no sólo nombrar la palabra, sino transmutarla, resignificarla. El autor de El libro de las cosas… escribió en las notas a un posible poema: “Una palabra que no incendia al mundo con sus sílabas es mejor callarla”, pero la palabra no es la brasa sino el humo. Tan sólo la señal de que algo, otra cosa, arde debajo. Lo que me gusta de la exploración que hace Robin es precisamente eso: no ilumina, ahoga; no grita, esconde. Permanece en silencio ante el estruendo de las olas, su repetición continúa marcando pavorosamente la Historia, condenada a ser una y otra vez sobre la superficie.
Amalgama se instala dentro de una línea como frontera: dos lenguas: dos lados que decidimos no cruzar. Así, tenemos dos sitios donde confluyen lo enunciado y lo entredicho. Justo como los fenómenos en el mundo: exterioridad e interioridad. La calle puede ser observada a través del cristal de una ventana de modo que sus ruidos nos lleguen amortiguados, los movimientos se vuelvan fantasmales y toda ella, pese a la transparencia del vidrio rígido y frío, aparezca como un ser latente, “del otro lado”. O se puede abrir la puerta: se sale del aislamiento, se profundiza en el “ser –de– afuera”, se toma parte y sus pulsaciones son vívidas con sentido pleno, como si todo estuviera siempre en movimiento.
Este movimiento también envuelve en una serie de rayas y líneas verticales y horizontales al mundo de los nombres que crea Myers en esta fotografía que, por el movimiento mismo, tienden hacia diversas direcciones –manchas cromáticas que se unen y separan en tonalidades ya graves, ya agudas. Del mismo modo, la risa se refleja en la superficie de la conciencia. Pero permanece más allá de la superficie y, una vez terminado el estímulo, desaparece sin dejar rastros, como la lluvia. También aquí hay un cierto cristal transparente, pero rígido, fijo, que hace imposible la relación directa entre el agua y lo ojos. Entre el español y el inglés. Amalgama son dos libros en un instante. Si tituláramos la fotografía de “Amalgama” como otra, una diferente a la que muestra (una sola lengua, sin frontera, un filtro que nos decanta la imposibilidad de revivir cualquier momento) la imagen nos diría otra cosa, mostraría algo que no está sucediendo ni sucederá nunca, will be there forever.
Ytzel Maya
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