La cultura de la jotería internacional ha contado siempre con figuras encumbradas cual banderas o estampas de santitos a las cuales acudimos cuando necesitamos un consejo en el camino, un modelo que nos impulse a defender lo que nos parece más justo o simplemente un espacio metafórico con el que podamos sentirnos identificados. Históricamente, las actrices y cantantes han ocupado más escaños en el salón de la fama de la mariconería mundial, quizás porque en ellas hemos visto tantas cualidades que les han sido negadas a los hombres y que podrían ayudarnos a construir comunidades más empáticas y más honestas. Fue Dolly Parton quien nos prestó la voz para cantarle a aquel o aquella despiadada encarnación de Jolene que se llevaba a nuestro hombre, fue la Agrado quien nos enseñó que una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma y es gracias a la fuerza de Chavela Vargas que hemos aprendido que no se dice adiós, que se dice te amo, y que de poco sirve tener miedo de amar, uno igual terminará vertiendo lágrimas, con amor o sin él.
En este firmamento de gurús, en el que cada quien tendrá sus preferidos y sus discrepancias, es difícil dejar pasar inadvertido a uno de los miembros más recientes y más sui géneris. The Babadook (Jennifer Kent, 2014) es un monstruo de apariencia parcialmente inofensiva, pero de efectos devastadores. A primera vista, su relación con lo LGBT, lo queer o cómo-gusten-llamarle, parece poco clara y es justo ahí donde recae la primera clave para entender su importancia icónica entre la disidencia sexual. ¿Por qué tendríamos que limitar nuestros referentes a las cantantes pop? ¿Qué no se supone que estos tiempos se tratan de derribar estereotipos? The Babadook ha sido adoptado entre ‘la comunidad’ sin necesidad de engancharnos a través de su expresión de género, de la cual carece (porque en su ser no hay tal cosa como el género), o de flecharnos mediante las fórmulas prefabricadas que tanto han servido para mover ‘el dinero rosa’. Lo que inició probablemente como una broma (editando una imagen para que la película apareciera entre la selección LGBT de Netflix) ha derivado en un fenómeno incontenible.
The Babadook es una película australiana estrenada en 2014. Se trata de la historia de una mujer atormentada por la muerte de su esposo, sucedida seis años atrás. Amelia parece nunca haber tenido tiempo de procesar la pérdida, por haberlo dedicado todo a criar un hijo que no sólo parece imposible de disciplinar, sino imposible de amar. La vida de Amelia, quebrantada de por sí por las pocas habilidades sociales de su hijo Samuel y por el pasatiempo de éste de inventar armas para cazar monstruos, se verá perturbada por la aparición de un libro para niños, The Babadook, cuyo contenido violento anuncia la llegada de un monstruo inextinguible.
El surgimiento del Babadook es al mismo tiempo revelación y condena. Una vez que alguien ha abierto el libro que le anuncia es imposible olvidar su presencia latente. The Babadook es la epifanía de los dolores atrasados, la anunciación de las deudas que Amelia tiene consigo misma, que todos tenemos con nosotros mismos, y que se ha negado a saldar. Su presencia es tan irremediable que puede hacerse manifiesta hasta en los resquicios más absurdos. Nuestras ganas inconscientes de mirarlo son tales que habremos de invocarlo en las marcas de los árboles, como dicen los creyentes que se encuentran con la virgen, o en la puertecita de la estufa, como San Judas Tadeo.
Negarlo no sirve de nada; The Babadook se alimenta de todas las veces en que nos portamos incrédulos hacia su existencia. El monstruo ha sido adoptado por las comunidades queer un poco por eso: por ser un símbolo de fuerza y resistencia. Porque de nada han servido las legislaciones en nuestra contra, las terapias ‘curativas’, las violaciones ‘correctivas’, los discursos de odio; de cualquier modo, aquí seguimos. A pesar de los numerosos atentados, siempre volvemos a surgir y siempre esperamos rencarnar en una versión más fuerte, justo como el Babadook lo hace. El discurso se hace más firme, además, al apropiarnos de una figura incómoda a la vista. El mensaje es que no nos importa caerles bien a los conservadores o a los pastorcillos que preferirían eliminarnos de un solo pisotón; nuestra existencia y nuestros derechos no dependen de la aprobación de nadie, ni necesitamos perseguir la belleza estereotípica para ganarnos su perdón.
The Babadook es ese monstruo que preferíamos no tener que mirar jamás a los ojos, pero que seguirá existiendo, le demos la cara o no. No sólo nos atrae su capacidad de permanencia, sino que vemos en él un recordatorio que es válido para cualquier ser humano del planeta: es imposible, o en todo caso inútil, esconderse de los propios fantasmas. No importa qué sea eso de lo que huyes, te va a perseguir hasta encontrarte y te va a atormentar continuamente si no aprendes a vivir con él. The Babadook es para Amelia un periodo de duelo del que creyó poder escaparse. Todos, como ella, pensamos de vez en cuando que podemos esquivar alguna tristeza, algún enojo o una característica propia que nos disgusta. La cuestión es que la verdad, babadookesca, termina siempre por salir a la luz. Ya sean los fantasmas de nuestras neurosis o la exactitud de una declaración incómoda, la única forma de enfrentarlos será mirándolos de frente.
Amelia no logra jamás calmar el espíritu beligerante de The Babadook. No logra tampoco hacerlo menos monstruoso ni más presentable para la sociedad; sin embargo, sí consigue impedir que la domine y que direccione cada acto de su vida. The Babadook vive desde entonces en su sótano, donde lo alimenta periódicamente. El sótano se convierte así en una especie de clóset donde lo que se encierra no es la personalidad, ni la orientación sexual, ni la expresión de género. En ese desván interno se colocan los complejos y los fantasmas; aunque no logremos extinguirlos por completo, seguimos avanzando sin que nos controlen.
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