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Poemas de Ben Clark

Por Ben Clark

Hijos de la bonanza

“Hijos de la bonanza” nos llamaban:

los que no conocieron ni la hambruna

ni las agudas larvas de estridencia

chillando en el oído por las bombas.

Y cuando nuestras piernas, tan delgadas,

caían y sangraban porque el parque

era de un hormigón armado y frío,

se quedaban callados, observando

nuestro llanto con un gesto de sorna.

Debíamos vivir y dar las gracias

por la ocre rozadura en la garganta

que provocaba el aire al refugiarse.

Agradecer las flechas de las nubes

y que un fango lechoso a nuestros pies

–en un último gesto agonizante–

le mordiera las botas al progreso.

¿Y cómo agradecerles la alegría?

La risa provocada por los hombres

inocentes del mar

cuando se encaminaban hacia el río

dispuestos a bañarse entre excrementos.

También estaba el tedio

de tener que explicarles a los niños

palabras como pueblo indio, oso

pardo, ballena azul o lince ibérico.

Pero esto eran minucias, sacrificios

en nada comparables al sufrido

por aquellos que ahora nos decían

“hijos de nuestra sangre”, tan severos.

Aunque, a veces, es cierto, no era fácil,

simplemente intentamos ir viviendo.

Haciendo caso omiso a los escrúpulos,

al vacío que moraba en nosotros,

hijos de la bonanza;

los hijos de los hijos de la ira,

herederos de todos los despojos.

 

.

Omenage a la geografía

Recuerdo una discusión feroz

en clase de geografía. El profesor

nos había dicho que el número

de paralelos y meridianos era infinito.

Imposible, gritábamos.

Imposible.

Nosotros éramos apenas unos niños que,

como todos los niños, veníamos de la muerte

y la conocíamos bien. Nosotros

éramos apenas unos niños

frente a un profesor de geografía,

apóstatas de la infinitud frente a un hombre

que ya transpira,

que se enrojece,

que ya parte la segunda tiza por la mitad

mientras berrea sobre la necesidad de que entendamos

la incuestionable infinitud de unas líneas invisibles.

Algunos creyeron comprenderlo y abandonaron

las canicas para siempre.

Vagaban como celadores por los pasillos

durante el recreo; calculando y comentando

la cantidad de paralelos y meridianos

que les perforaban en cada instante.

Los Sansebastianes los llamábamos,

víctimas de aquel Diocleciano geográfico y pervertido,

fiel servidor del dios Azimut.

Si bien la comprensión del fenómeno condujo

a los Sansebastianes directamente al funcionariado,

la sospecha de que aquello pudiera ser cierto

también causó estragos entre aquel deleble puñado

de futuro que constituía 3º B: algunos

–la mayoría– abandonaron la literatura para siempre,

otros se aferraron a ella como balseros con tisis.

Los que pertenecíamos al segundo grupo

debíamos sufrir una condena que iba más allá

de un suspenso en materia de geografía. Sería

imprescindible mantenerse en movimiento,

recorrer cada escorzo del mundo y huir

de la inmisericorde mirada de Greenwich.

La lectura paliaba el miedo.

Despistábamos las latitudes recorriendo

páginas sin descanso.

“Lo que el escritor ha unido

que no lo separe el hombre”,

nos había dicho el profesor de literatura,

pero nunca supimos bien

a qué se refería.

Puede que no significara nada,

del mismo modo que el empeño vacuo

del geógrafo proselitista tampoco tenía

que habernos afectado del modo en que lo hizo.

Pero las cosas son así. Tenemos

la cabeza tatuada con las máximas

herméticas de uno, con las cifras incontestables

del otro.

Recorremos el mundo cada vez en un sentido

diferente y leemos,

sobre todas las cosas,

leemos

para olvidar,

para ser veloces,

para que no

nos puedan definir las coordenadas

 

.

Revolución

Contra todo florecen los almendros.

Protesta radical e inquebrantable.

Este siglo veloz sin concesiones

ya no tiene un talón

visible; más que un ojo tiene mil

y no hay David que pueda ya vencerlo.

Escasean los héroes

en esta era de plasma

y, con todo, florecen los almendros.

Creer en el amor tampoco sirve

–contra el amor las flores han marchado–,

de amor están repletas las cunetas;

entre los vivos sólo

persiste el verde amor por el dinero.

Mienten las dependientas el catorce

y por eso florecen los almendros.

Por el sapo dorado, el tigre persa,

por el león del cabo y el dodo,

el pingüino gigante,

el águila de Haast y el tilacín,

la paloma viajera, el pájaro carpintero

Imperial, por el ciervo de Schomburgk

llevan su luto blanco los almendros.

Porque hoy en día existen los esclavos

–las flores lo repiten: ¡hay esclavos!–

y lugares oscuros

y cárceles sin nombre

donde la vida es sólo un agujero.

Con la voz de los mudos se resisten

a callar los almendros.

Hay un dolor oculto en primavera,

nada sabe del hombre, de su historia

de guerras y desastres,

también este dolor es algo hermoso,

hermoso, ambiguo y brevemente eterno;

es la pena inefable

que hace estallar de amor a los almendros.

En este florecer tan subversivo

se han ido las pasiones de otros años,

se ha ido la esperanza

con la escarcha de enero y con el agua

que tímido se adentra en un febrero

que es testigo del cambio y del combate:

contra todo florecen los almendros.La Hoja de Arena

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