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La cultura de la discriminación

Por David Ledesma Feregrino

Desde que Gilberto Rincón Gallardo logró posicionarla en la agenda política nacional, la discriminación es un asunto que ha preocupado a todas las instancias de gobierno y que no ha perdido lugar en las pantallas. Entre las avalanchas de información, se ha abusado del término y confundido sobre su verdadero significado. Lo cierto es que no cualquier transeúnte puede discriminarte, como también es cierto que es igual de preocupante para la sociedad que ese mismo transeúnte te grite “¡Gordo, marica, lisiado!” mientras caminas por la calle.

Aunque usemos la palabra para todo, la realidad es que sólo los agentes estatales pueden propiamente discriminar. Aún así, existen otros actores que tienen también ciertas responsabilidades con respecto al uso del lenguaje. Tal es el caso de las figuras públicas y de los periodistas, quienes deben abstenerse de propagar discursos que inciten al odio y a las agresiones. Éstas son las prohibiciones explícitas para las acciones más drásticas, pero ¿cuáles son sus raíces?

La discriminación es la cúspide de un proceso que tiene sus bases en la generación de estigmas, prejuicios y estereotipos. Los primeros son características por las cuales clasificamos a las personas y generamos respuestas negativas ante ellas, entendiéndoles como culturalmente inferiores. Después, los prejuicios, son opiniones que nos generamos sobre las personas o los grupos antes de siquiera conocerles.

Finalmente, los estereotipos son imágenes aceptadas como patrón de lo que “se supone que es” una persona o un grupo. Combinando los tres elementos con la malicia o ignorancia suficientes, podemos obtener una perfecta imagen negativa (digna de todo nuestro menosprecio) de un grupo que nos parece distinto a nosotros y común entre sí por alguna característica, generalmente ‘deleznable’.

Aunque, nuevamente, no podemos discriminar según la ley si no somos policías, empleadas del seguro o juezas, sí podemos hacer distinciones y ser bastante racistas. Esto, generalmente, no llega a ser más que un mal rato para la persona agredida. Sin embargo, muchas veces se trata del detonante para agresiones motivadas por el odio. En otros casos, simplemente, el discurso que sostenemos día con día se extrapola a nuestras áreas de trabajo (donde sí somos policías, empleados del seguro o jueces).

La realidad es que, entre tanto discurso discriminatorio, sólo un par de personas (hombres blancos, heterosexuales, ricos, de 30-50 años, sin ninguna discapacidad) salen ilesas. El menosprecio hacia “los otros” se ha convertido en un ingrediente sine qua non de nuestro lenguaje e incluso se nos ha olvidado la forma de reír sin ser racistas o misóginos u homófobos.

Televisa nos ha maleducado tanto que creemos que la comedia es sólo posible si menoscaba a algún grupo que nos parece inferior o que es minoritario. La presunta comedia mexicana funciona así: pones en un ruleta los nombres de aquellos grupos ‘discriminables’ (mujeres, homosexuales, negros, personas de talla pequeña, personas con alguna discapacidad, personas trans, etc), para cada broma giras la ruleta, tomas un nombre y provocas risa de manera poco sofisticada minimizando o ridiculizando al grupo en turno.

El menosprecio hacia “lo otro” no entiende de fronteras y toca incluso a grupos con los que no tenemos demasiado contacto. Entre los favoritos de la discriminación mexicana están, por supuesto, los países asiáticos. De ellos no nos interesan ni sus nombres, ni sus tradiciones, ni sus culturas, ni sus diferencias entre sí. Para nosotros todos son “chinitos-japoneses”. Pero que a ninguno de nosotros le digan ‘sudaca’, porque se arma un broncón tipo palenque.

No sólo no nos interesan sus diferencias (o similitudes entre ellos y con nosotros) sino que hagan lo que hagan nos parecerán siempre inferiores. Por eso son chin-itos o japones-itos, porque no alcanzan siquiera a superar la condición del infante incompleto. Estos grupos no son ni odiados por nuestros discursos, son completamente minimizados. En el mejor de los casos, las culturas orientales nos parecen tan ajenas a este planeta que hay que rendirles una suerte de culto friki. Entonces las exotizamos y nos hacemos tatujes con letras chinas porque son tan fuera de lo humano que son cool.

Para muchos esto es la libertad de expresión: poder ser idiotas y reírse a dos manos de quien quieran, cuando quieran. Esto es muy discutible y podría no ser objeto de nuestro interés si no fuera porque tiene consecuencias muy graves que nos importan a todos como sociedad. Estas ‘bromas’ son los cimientos de los discursos de odio y normalizan la violencia. Cuando los machos hacen chistes de “sus viejas”, la realidad es que no son demasiado feministas.

La discriminación está fundada en el odio, empapada de violencia, y es un eslabón más en la cadena de sangre que inunda hoy nuestro país.

México no necesita ni más sangre ni más discriminación.

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David Ledesma Feregrino

Escritor en formación. Editor en Homozapping. Formó parte de la XIV promoción de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Escribe ajeno. La más señora de todas las putas.
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